Hoy no es un día especial por ser el Día de la Madre, sino por la parte que me toca en este escrito que ha hecho mi hija. Gracias.
MIS DOS MADRES
Mi madre solía presumir de lo bien que comían sus hijos. Yo adoraba las meriendas. Las meriendas eran un símbolo. Estábamos fuera de las lindes del colegio. Había batido de frutas con galletas. Juegos y canciones, vídeos caseros grabados con la cámara de mi padre. Recuerdo que queríamos hacer todo tipo de trucos con esa cámara. Poner un peluche, un conejo enorme y blanco, en el sofá, grabarlo, cortar la toma, quitarlo, y volver a grabar. Como si el conejo hubiese desaparecido por sus propios medios. Pobre conejo, que era blanco y acabó con las mejillas sonrosadas porque yo se las pinté. Cogí el pintalabios de mi madre y se las pinté.
Una madre, en los mejores casos, es como el mar. Tú te metes en su casa, en su corazón, en su memoria, aunque hayas estado haciendo el mal durante años, y ella te acoge.
Te abre sus brazos, sus puertas, sus aguas, y te acoge. Te quita el pelo de la cara, te sacude el polvo, te mira a los ojos, y con su don de ser humano superior, con su inmenso don, te observa como si no hubieras pecado. Como si acabaras de nacer y estuvieras limpio. Ella, que tiene la mirada de los ángeles, de los perros, de los pájaros, pura inocencia. Ella, que siempre estará ahí, a través de los mundos, después de muerta y de remuerta, para salvarte. Para darte un abrazo. Para recordarte que, pase lo que pase, tendrás el universo. A tus pies, hasta el final de tus días.
Ella, que es garantía de que existe el bien y lo bueno y lo mejor.
Todos esos asesinos reincidentes que aparecen en televisión, todos esos violadores crónicos y cronificados, acaban en la cárcel, claro. Al principio, si acaso, reciben alguna visita de amigos o de pareja. Pero con el tiempo, conforme pasan los años, y la condena se extiende, sólo las madres resisten.
Las madres, que probablemente no podrían ganar ni tan siquiera una media maratón; las madres, que tienen rotas las rodillas y la espalda y, a duras penas, podrían subir dos pisos de escaleras, resisten.
Aguantan la vergüenza de los barrotes, la mirada de los vecinos, sostienen el propio sentimiento de culpa, y marchan, domingo tras domingo, a la visita mensual. A ver a su hijo, que mira por donde mató, o violó, o hizo cualquier atrocidad digna de pena. Las madres, que con su don de ser humano superior, son capaces de perdonar, de seguir viendo al niño detrás del cuerpo del hombre.
Como en toda realidad, sin embargo, existen dos lados. Y hay un lado de madres de sombra, de huecos vacíos, de ausencias y abandonos.
Hay madres que, simplemente, no supieron hacerlo mejor. Puede que lo intentaran, quién sabe, puede que lucharan enormes batallas, puede que estuvieran poseídas por la coca o por el crack, la depresión o la esquizofrenia. En todo caso, no estuvieron ahí. No fueron como el mar, que nos acoge hasta en invierno.
A todas las personas que tuvieron madres de sombra, quiero decirles algo. Cuando, por lo que sea, falla la madre biológica y tambalea el linaje; cuando nos quedamos huérfanos, desnudos y fríos, hay una luz al fondo.
No hay nadie completamente solo bajo las estrellas.
Simplemente hay que cambiar de estrategia. Hay que elegir una montaña, un árbol, una playa, un bosque secreto, una cascada, un trozo de mundo, e ir ahí, religiosamente, todos los días, a hablarle. Y entonces ocurre una cosa extraña. Y es que a ésa montaña, a ése árbol, a ésa playa, en fin, a todo eso, le crecen manos de mujer. Ojos de mujer. Oídos de mujer.
Y eso que hemos escogido, se convierte en madre natural. Nos arrulla, nos consuela y, a su modo, nos ama.
Y, aunque aún nadie ha podido explicarlo, adquiere el don de ser humano superior. De esa manera, cuando hayamos metido la pata, cuando la hayamos cagado muy gorda, cuando no nos creamos dignos de respeto, podremos ir a nuestro pedazo de madre. Tocarle una rama, oler sus flores, sorber la nieve de sus cumbres, bañarnos en sus aguas, y redimirnos. La madre natural nos redime a todos. Las veces que haga falta. Ella, que se borra la memoria a posta para no recordar nuestras faltas. Ella, que nos mira por detrás de la piel, al fondo, que viaja al núcleo mismo de las cosas. Ella, que es garantía de que existe el bien y lo bueno y lo mejor.
Por fortuna, yo tengo dos madres. Hay gente que tiene dos madres. La biológica y la natural.
A la biológica quiero darle las gracias. Creo que decir “gracias” es más que decir “te quiero”. Decir gracias es, al final, reconocer. Reconocer sus noches en vela; reconocer su prudencia, su salud mental, su capacidad para superar los obstáculos, su creatividad, su optimismo; reconocer su cuerpo, que fue el mío, la cicatriz de su vientre; reconocer lo bien que lo hizo, lo genial que lo hizo, lo perfecto que lo hizo.
Gracias también a la madre natural. Gracias por estar viva, por acompañarme en los momentos en que no me soportaba. Gracias por los pájaros que se posaban en mis manos. Gracias por el soporte fuerte de la roca, por la caricia dulce del viento, gracias por las caminatas y las carreras. Sobre tu faz azul y verde y luminosa, centellean cometas.
Que mis dos madres, por siempre, queden protegidas. Que el Gobierno las declare Parque Natural.
Que las flores, los ríos, que el sol salga por ellas. Que, si me faltan, salga el sol. Que ellas, finalmente, sean el sol. Y brillen con el resplandor de las estrellas.
Con cariño para todas las madres y todas las personas que tienen madres,
Nuria
https://mujertaruk.wordpress.com/2020/05/03/mis-dos-madres/
P.D. La ilustración de la imagen destacada es obra de Lucía, la mujer detrás de Pinceladas Conscientes. Ella decidió crear un proyecto en el que compartir su arte y su amor por la pintura en profesión. ¿Puede una imagen saber a luz? Os invito a que veáis su trabajo en este enlace: https://www.pinceladasconscientes.com/
MªÁngeles Pozuelo